Las protestas callejeras se han puesto de moda. De Bangkok a Caracas y de Madrid a Moscú, no pasa una semana sin que en alguna gran urbe del planeta una muchedumbre tome las calles para criticar al gobierno o para denunciar problemas más amplios, como la desigualdad o la corrupción. Con frecuencia las fotos aéreas de estas marchas impresionan por el intimidante mar de gente que exige cambios. Pero lo más sorprendente es que pocas veces logran su objetivo. Hay una gran desproporción entre la formidable energía política que vemos en las manifestaciones y sus pocos resultados prácticos.
Ciertamente, en Egipto, Túnez o Ucrania las protestas callejeras tuvieron un impacto enorme: derrocaron al Gobierno. Pero son las excepciones. Lo normal es que las grandes marchas no lleguen a nada. Quizás el mejor ejemplo es Ocupa Wall Street. A principios del verano de 2011, este movimiento llegó a estar en las principales calles y plazas de 2.600 ciudades del mundo. En todas , la organización era increíblemente parecida: los participantes no pertenecían a ningún grupo formal, no tenían una estructura jerárquica, ni líderes obvios. Sus formas de acampar, protestar, financiarse y actuar seguían un mismo patrón que se esparcía viralmente por las redes sociales. Y, en todas partes, el mensaje era el mismo: es inaceptable que una élite concentre el 1% de la riqueza mientras que el restante 99% sobrevive a duras penas.
Una iniciativa tan global, multitudinaria y bien organizada debería haber tenido mayor impacto. Pero no fue así. Si bien el tema de la desigualdad económica se debate ahora más que antes, en la práctica no se ha avanzado mucho para combatir el problema. Y el movimiento Ocupa ha desaparecido de los titulares. De hecho, lo común es que las protestas generen solo reacciones retóricas de los gobiernos, pero no mayores cambios políticos. Dilma Rousseff, por ejemplo, reconoció como válidos los motivos de quienes tomaron las calles en Brasil y prometió que se pondría al frente de las reformas necesarias (que aún no se han dado). El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, reaccionó agresivamente a las protestas en su país. A cusó a los manifestantes de formar parte de una muy sofisticada conspiración en su contra y, aparte de intentar bloquear Twitter y YouTube, no son muchos los cambios que el Gobierno ha hecho para responder a las demandas ciudadanas. Algo parecido ha pasado con las marchas contra la violencia en la ciudad de México o contra la corrupción en Nueva Delhi.
¿Por qué? ¿A qué se debe que tanta gente, tan motivada, logre tan poco? Un experimento que llevó a cabo en 2009 el profesor Anders Colding-Jørgensen, de la Universidad de Copenhague, nos da una buena pista. El profesor creó un grupo en Facebook para protestar contra la demolición de la Pp laza de la Cigüeña, en la capital danesa. En solo una semana, 10.000 personas lo apoyaron y, a las dos semanas, el grupo ya tenía 27.000 miembros. Y ese era el experimento: no había ningún plan para demoler la plaza y el profesor solo quería demostrar lo fácil que era crear un movimiento numeroso usando las redes sociales.
En el mundo de hoy, una convocatoria por Twitter, Facebook o mensajes de texto para protestar contra un abuso o algo que nos indigna atraerá seguramente una muchedumbre. El problema es lo que pasa después de la marcha. A veces termina en confrontaciones violentas con la policía y otras veces no. Pero en todo caso, lo más frecuente es que no exista una organización con la capacidad de dar seguimiento a las exigencias y llevar adelante el complejo, muy personal y más aburrido trabajo político, que es el que produce cambios en las decisiones gubernamentales. Sobre esto, el profesor Zeynep Tufekci ha escrito que “antes de Internet, el tedioso trabajo organizativo necesario para evadir la censura u organizar una protesta también ayudaba a crear la infraestructura que servía de apoyo a la toma de decisiones y a las estrategias para sostener los esfuerzos. Ahora, los movimientos pueden saltar esas etapas, lo cual con frecuencia los debilita” .Hay un poderoso motor político prendido en las calles de muchas ciudades . Gira a altas revoluciones y genera mucha energía. Pero ese motor no está conectado con las ruedas y por eso no hay movimiento. Para conectarlo hace falta más contacto humano directo y más organizaciones capaces de hacer trabajo político a la antigua . Es decir, cara a cara. Todos los días.
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Publicado originalmente en El Pais (España)
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