“¡Bien cuidao’ panita!” vociferó a media cuadra el hombre apenas me bajaba del carro. Es una calle concurrida, en la que se dibujan una clínica, un viejo colegio, su iglesia y una panadería, de las clásicas de la ciudad. Quizás por ello no sorprende la presencia de la policía, allí, a escasos metros del agente amateur que dice garantizar la integridad de mi automóvil a cambio de unos cuantos billetes. Todos los hemos visto, en distintas zonas de nuestras ciudades. A veces son más parqueros que vigilantes, otras se tornan lava carros y pulidores. Ya forman parte de lo citadino, de la cotidianidad urbana.
Detrás de la puntualidad de un oficio y sus representaciones se solapan realidades que ponen de manifiesto la crisis que vivimos, la metáfora del fracaso. El desempleo, que lanza a los venezolanos al rebusque en la calle. La anarquía, que ha llevado prácticamente a la privatización de los espacios públicos. La inseguridad, que obliga a los ciudadanos a adaptarse de manera casi evolutiva. Y, por supuesto, el tema de acostumbrarse, esa palabra que causa terror en los que vemos la desintegración del país.
La dinámica del “bien cuidao’” no es más que una ilusión. Lo es para él y para ella, en primer lugar, que saben que nada pueden hacer, a la hora de la chiquita, para enfrentar al hampa. Igual se ganan lo suyo, todos los días, de sol a sol, bregadores de un trabajo callejero hijo de la falta de oportunidades. Unos les pagan por miedo, pensando que es mejor hacerlo que arriesgarse. Prejuicios, experiencias negativas. Otros lo hacen por solidaridad, el venezolano no ha perdido eso ni en el más duro de los momentos. Pura ilusión, también para el que consiente, temeroso o solidario. Sabe que de nada sirve si el malandraje se antoja.
Y así va un país todo. Los venezolanos estamos de nuestra cuenta, sorteando las ruinas de un modelo diseñado para el control y los privilegios, indiferente a los padecimientos de la gente. El modelo de las apariencias, de los grandes anuncios, como el de aquel cuida carros que, con gran creatividad, me aseguraba unos años atrás: “tranquilo que eso no lo toca ni Chávez”.
Tras 21 planes de seguridad, el país es un constante luto. Ayer un robo masivo en la estación de metro La Paz dejaba al menos un herido de bala, llevándose por delante la pantomima de militarizar el transporte público y dejando en ridículo el nombre de la estación. En medio de epidemias de dengue y chinkungunya no hay medicinas para tratarlas, como tampoco hay para los padecimientos crónicos ni para la planificación familiar. Comida tampoco hay, escasea lo más básico y a la gente se le va la vida en una cola. Así que no, no estamos bien cuidados, el gobierno nos ha dejado a la intemperie, como si no fuese problema suyo, en un sálvese quien pueda que se nos ha metido hasta los tuétanos.
Por eso necesitamos un cambio radical, lo que está hoy no funciona. Transformar el Estado para que sirva al ciudadano y no al revés. Sustituir el show por el trabajo, la irresponsabilidad por la seriedad. Sólo así avanzaremos hacia una sociedad de progreso, justa e incluyente, sin chantajes. Esa es la Venezuela que queremos, ese es el país que nos empeñamos en construir.
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