¿Por qué estamos como estamos? Los venezolanos pareciéramos estar obsesionados con responder esta pregunta. Hay en nosotros, como pueblo, una profunda preocupación por comprender lo que nos pasa y, más específicamente, por encontrar motivos, razones o culpables a nuestras penurias. En esto, el sospechoso habitual termina siendo, en muchísimas oportunidades, la cultura.
Unos dicen que somos así porque a esta tierra de gracia llegaron unos españoles vagabundos en búsqueda de riqueza, en contraste con los nobilísimos hombres de familia que llegaban al norte desde Inglaterra. Otros hablan de un rancho que tiene la gente en la cabeza. Unos más proponen que este clima tan plácido nos tiene a todos pasmados y hace imposible la planificación del trabajo. No falta quien arguya que es la cercanía al mar la que nos pone en un estado contemplativo que nos lleva al chinchorro en vez de a la fábrica. Todos estos son mitos, por supuesto, pero que refuerzan la idea de una raza impura, mal hecha, con defectos de fábrica imposibles de superar.
Ante los hechos recientes de un 2015 que arranca en la cola, sin productos, con un régimen que va ya desnudo en su incompetencia y espíritu represivo, se multiplican las preguntas. “¿Por qué estamos como estamos?”, y vuelve con fuerza la muletilla cultural: somos como animales, capaces de caernos a golpes por una bolsa de detergente; la gente haciendo su cola feliz y no pasa nada. Culpa de los españoles sinvergüenzas que vinieron acá buscando oro, no como los distinguidos gentlemen que fueron a echar raíces con sus familias por allá arriba, donde se vive bien.
Desde este espacio quiero denunciar ese determinismo cultural como una peligrosísima estafa. Aterra la muletilla de la cultura, entre otras cosas, porque conduce al fatalismo. Ese fatalismo ha sido el sustento sociológico que alimenta tesis como la de la tutela militar, aún vivita y coleando, y la de un Estado que trata a sus ciudadanos como niños. Por eso, porque esta gente fue hecha de barro piche, porque “el problema de esta tierra tan bella es esa gente tan fea”, se necesita un hombre fuerte, el gendarme necesario, que ponga en cintura a un pueblo que sólo sabe de bochinche. Por eso, porque es una muchedumbre inmadura que no sabe pensar por sí misma, no se vende caña los domingos, no vaya a ser que lleguen borrachos al trabajo el lunes o ni se molesten en llegar. Mas aún, por eso lo importante se decide a puerta cerrada, en petit comité, entre la rosquita ilustrada que, aún no sabemos cómo, sorteó el defecto de fábrica caribeño.
Sin duda la cultura tiene un peso en la vida social, eso es innegable. Los venezolanos somos distintos a los noruegos, tanto como los bolivianos a los canadienses o los surafricanos a los argentinos. Lo cultural es importantísimo para comprender a los pueblos. Sin embargo, el determinismo cultural deforma y pervierte la realidad, el contexto y la historia. Ver a través de esos lentes da una visión borrosa e inexacta. Como pasa cuando se camina con lentes equivocados, andar con esos cristales puede ser bastante peligroso.
Una mejor explicación a nuestro problema, sin duda más aburrida que la del mito cultural, se encuentra en lo institucional. El acelerado debilitamiento de la institucionalidad en los últimos 20 años ha dejado a la gente de su cuenta, y los resultados están a la vista. No hay un marco estable de reglas claras: lo que valía ayer no vale hoy y lo cambiarán mañana. Mucho menos esas reglas aplican para todos por igual. Quizás por eso los venezolanos sabemos que es muy distinto lo que dice el letrero, lo que indica el papel, a cómo son en verdad las cosas. Es el estacionamiento donde, dirigidos por el parquero, se paran todos los días los vehículos bajo el cartel de “no estacione aquí”; son los cerros de bolsas apiladas en la pared del “prohibido botar basura en este lugar”. Valga la caricatura para ilustrar que nuestra incertidumbre, nuestra permanente manía de volver a empezar de cero, nuestro acostumbrado caos y las crisis que vivimos suelen tener mucho más que ver con una institucionalidad maltrecha que con la procedencia de nuestros tátara abuelos.
La gente no se cae a golpes en la cola porque aquí no hay invierno. Lo hace ante un desespero profundo, producto de la política equivocada y criminal de un gobierno pésimo y corrompido. Nos comemos la luz porque podemos, igual que el malandro roba o mata porque puede, porque sabe que nada va a pasar, que las instituciones encargadas (policía, Fiscalía, tribunales, prisiones) no andan pendientes de sus fechorías. Olvídense de la severidad del castigo si no hay siquiera certeza del castigo. Eso no es cultural, no es una gente que “no tiene remedio”, es un grave déficit institucional por acción y omisión de este pasticho Estado-gobierno-partido que ostenta el poder. No, la culpa de la cola, de la violencia, de la crisis económica no es de nuestros antepasados ni, como dice la autoflagelación popular, “de uno mismo” ni de una gente “mala” que acapara, especula y raspa cupos, sino del gobierno y de las personas, con nombre y apellido, que están al frente de su pésima conducción.
Fortalecer las instituciones con reglas claras y para todos es un mejor remedio que la muletilla cultural para muchos de los males que nos aquejan: el personalismo, la corrupción, el caos, la impunidad, la anomia, la pérdida dl vínculo social. Enterrar el mito de una cultura que nos condena a vivir mal nos permitirá avanzar hacia la comprensión real de nuestro problema y, en consecuencia, hacia la superación de prejuicios y la construcción de una realidad distinta, donde podamos progresar sin importar si en estas tierras hace frío o calor.
@danielfermin
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