Isabel
se acaba de graduar de bachiller.
Estudió en un colegio pequeño, de los más prestigiosos de Caracas. Es una institución a la que asisten, hay que
decirlo, niños y jóvenes que provienen de familias que hacen grandes esfuerzos
por la educación de los suyos.
Privilegiados, sin duda. Es un
colegio bilingüe, pero no bicultural. Es
profundamente venezolanista. En el
transcurso de su escolaridad, sus alumnos conocen vivencialmente el llano, la
Gran Sabana, oriente. Hay festivales
folclóricos, se vive lo nuestro con profundo orgullo y amor. No es un colegio apátrida ni se ciñe al
estereotipo del sifrinaje indiferente.
El
día del acto fueron llamando, uno a uno, a los graduandos. Treinta y ocho caminaron el pasillo mientras,
desde un micrófono, se anunciaba lo típico: años en el colegio y carrera a
cursar. Los aplausos retumbaban a cada
mención de las universidades nacionales.
Universidad Central de Venezuela, aplausos. Universidad Simón Bolívar, aplausos. ¿La razón? De los treinta y ocho, veintiséis
se van a estudiar a ese gran abstracto que llamamos “afuera”. España, Estados Unidos, Colombia, Australia. También para ellos hubo aplausos, por
supuesto, y en estos se mezclaba el reconocimiento al logro con la nostalgia de
la partida, con el “no tendría por qué ser así”. Los aplausos a la Ucab, a la UCV, a la Unimet,
eran también un reconocimiento, ya no sólo al logro, sino a la valentía, al
atrevimiento, y evidenciaban que quedarse en Venezuela es un acto de resignado
heroísmo en tiempos de revolución.
La
historia de Isabel no es nueva. Es la
historia de Bruno y de Gaby, ya de treinta y tantos, que se fueron hace años y
que cuando vienen de visita o por alguna diligencia deben quedarse en hoteles o
en casas de amigos porque, y no deja de impresionar, ya no les queda familia
aquí, ya en Venezuela no tienen casa. Es
la historia de más de un millón de venezolanos que se fueron en un acto de fe,
no a ver a Mickey, sino a buscar un futuro mejor. Los que no se resignaron a graduarse de
desempleados, a vivir arrimados, a ganar miseria. Los que se rehusaron a vivir bajo el yugo de
la violencia y a mendigar un cuartico de leche o una harina de maíz.
Ellos,
los que se van, no le están fallando a Venezuela. A Venezuela le fallan los que desde el poder
han destruido todo en medio de los ingresos más altos de la historia. Al país le fallan los corruptos, que en
nombre del socialismo saquean los recursos que deberían ir a elevar la calidad
de vida de los más necesitados y encausar la sociedad hacia el progreso. A Venezuela le fallaron los poderosos, con
sus camionetas blindadas y su discurso de odio, que desde el gobierno nos hicieron
retroceder más de cincuenta años.
Como
decía Andrés Eloy Blanco en su “Soneto a Rómulo Gallegos”, y a pesar de la
propaganda oficial, ya la Patria está muy lejos. Lo está para los que se fueron, para el
millón que en las calles de Santiago y en las ramblas de Barcelona siente por
igual el desarraigo del no pertenecer, la inmerecida culpa del no estar, de no
sufrir la lucha en carne propia, aunque sí que la sufren, son testimonio
andante de ella. Pero también la Patria
se aleja para los que quedamos. Una
legua en cada cola, en cada lector biométrico que redunda en sofisticada
libreta de racionamiento. Otra más en
cada secuestro, en cada abuso de poder.
Mientras,
el gobierno arrecia y con él la imposición del Estado militar, la consolidación
del atropello y el saqueo, siempre el saqueo.
No se enciende alarma alguna, más bien se dibujan sonrisas en el rostro
de unos gobernantes que parecieran alegrarse ante el desmembramiento de la
Patria. Y ante la arremetida el miedo de
tantos, de que las colas se tornen cupos, de que los pocos vuelos se tornen
nulos. Y cientos, miles, que no pierden
las ganas y luchan contra el naufragio, no como los músicos del Titanic, sino
como indómitos tercos de la resistencia, batallando a todo dar con todo en
contra, rehusándose a la entrega del país, a la catástrofe definitiva. No hay vida con este modelo, no hay futuro en
revolución. Por eso luchamos, día a día,
barrio a barrio, en terreno desigual, contra la violencia y el chantaje. Pero sí, cada vez la Patria está más lejos,
secuestrada por el oprobio y la maldad.
Nuestro deber es sanarla, recomponerla, unirla, desde donde se esté,
desde lo que se haga. La vuelta a la
Patria como sueño y proyecto de país.
@danielfermin
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