Semana
Santa nos agarró en el llano guariqueño.
Caminos de tierra cruzan la inmensidad de una tierra hermosa, aunque
castigada por los estragos del intenso verano.
Mayores son, sin embargo, los estragos de otro orden, los que provienen
del colapso y el abandono de las instituciones públicas. Los servicios públicos no existen en la
ruralidad venezolana y, más allá del hechizo que evocan las aguas del morichal
y la luz omnipresente de la luna llena en unas noches que nunca son del todo
oscuras, se manifiestan las deficiencias del día a día, la necesidad que pasa
la gente.
Por
cuadras llaneras se ven personas sentadas sobre sus bombonas en la vía
principal, esperando a ver si pasa el camión.
El resto cocina a leña. Luz
eléctrica, ni hablar. El llano se mueve
a punta de plantas que funcionan con gasolina.
Un desperfecto en alguna y sucede lo que encontramos en Parmana: no hay
repuestos, por lo tanto no hay luz, por lo tanto no hay, para decir lo menos,
hielo ni nada que requiera de refrigeración desde hace tres meses. Los Mercales, cerrados. El patrullaje, prácticamente
inexistente. Que el mundo rural posea
riquezas propias, infinitamente distintas a las de nuestro caos urbano, no
justifica el abandono. Por allá no llega
el Estado.
Días antes
nos encontrábamos en otros caminos, también de tierra, que mostraban otros
rostros de hastío sobre otras bombonas, esperando a otros camiones que tampoco
llegaban. Casas de bahareque nos
transportaban a siglos pasados y sólo el zumbido de las motos nos recordaban
que no estábamos en alguna sabana lejana sino en los linderos del Área
Metropolitana de Caracas. Hablamos de la
Zona Rural de El Hatillo.
Más de 400
kilómetros separan las dos localidades.
No obstante, muchos de los problemas son los mismos. ¿Por qué? La
ruralidad tiene su dinámica, sus maneras, lo hemos dicho. No se trata de eso, hay algo más allá: la
ausencia del Estado.
En la Fila
de Turgua conversamos con Gustavo Cisneros.
Comparte nombre y apellido con uno de los magnates más reconocidos del
país y del mundo, aunque su realidad dista mucho de la de su tocayo de La
Colina. Gustavo es docente y promotor
comunitario, recorre todos los caseríos de la Fila pendiente de la cisterna que
surte agua a las casas que dependen de ella ante la ausencia del servicio
directo. En tiempos pasados, con el
esfuerzo de una Cooperativa, consiguió y manejó una ambulancia en El Calvario,
el barrio popular ubicado en la zona urbana, frente al pueblo de El Hatillo,
hasta que se metieron el Estado y la prudencia de las leyes, y dejó de
manejarla... Y dejó de haber ambulancia
en El Calvario. En tiempos remotos fue
concejal, aunque su tono y carácter es la de un hombre que es político en su
preocupación y vocación por lo público, pero que se ha cansado ya del carnaval
partidista y electoral. Es, ante todo,
un hombre sencillo, cordial, servicial, tímido ante la cámara. Conoce a todo el mundo, a los papás de todo
el mundo, y las historias de todo el mundo.
Critica donde hay que criticar, reconoce donde hay que reconocer. Con él recorremos las realidades de la
ruralidad hatillana, a escasos kilómetros de La Lagunita, su despampanante
vecina, con la que comparte, si acaso, una jurisdicción político territorial.
La
comparación la hacemos muy adrede. Es
parte del drama de esta zona remota, rural, que forma parte de un municipio
tenido por muchos, erróneamente, como rico.
También es un municipio de recursos muy escasos, por los cuales se
pelean los ciudadanos de las zonas más densas.
Hay, en El Hatillo, al menos cuatro realidades: la de una clase media
que reclama la atención de las instancias del gobierno, específicamente de la
Alcaldía; una pequeña zona popular que tiene menos gente pero más necesidades;
una robusta zona de mansiones con ciudadanos que, también en su derecho,
reclaman servicios, ornato, seguridad, atención del gobierno; y nuestra zona,
la que recorremos con Gustavo: rural, empobrecida, marginal en el sentido más
estricto de la palabra.
En un
punto de la Fila de Turgua se cruzan tres municipios de Miranda: El Hatillo,
Baruta y un Paz Castillo que ya nos suena lejano a los caraqueños. Más allá de lo trivial, esto viene a
constituir un drama adicional, el de esas tierras de nadie, fronterizas, que nadie suelta pero que tampoco nadie quiere. Allí hay habitantes, más que ciudadanos.
Cuatro
niveles de gobierno tienen competencia sobre la Zona Rural de El Hatillo: el
gobierno nacional, la Gobernación de Miranda, la Alcaldía del Área
Metropolitana de Caracas y la Alcaldía de El Hatillo. A esa lista debemos sumarle la Corporación de
Desarrollo de la Cuenca del Río Tuy “Francisco de Miranda”, mejor conocida como
CorpoMiranda, a cuya cabeza se encuentra el ministro Elías Jaua, bautizado
desde el alto gobierno como el “Protector” del Estado. De modo que con cuatro instancias electas y
una paralela que supera en presupuesto a varias de las anteriores, cabría
suponer algún tipo de presencia y, con suerte, algún esfuerzo mancomunado en la
zona. No es el caso.
No hay
coordinación alguna, nos dice Gustavo.
Las instituciones no se ponen de acuerdo ni se organizan en beneficio de
la comunidad. Hay demasiada separación y
anda cada quien por su lado, insiste.
Compiten, no en gestión, sino en poder: “los que tienen más poder se lo
quitan a los que deberían tener, que tampoco hacen”. Para muestra, el ambulatorio, envuelto en una
confusión administrativa entre la alcaldía y el ministerio, o la seguridad: por
ser Zona Protectora, le corresponde a la Guardia Nacional Bolivariana asumir
labores de patrullaje, pero no las hace.
Tampoco la Policía de Miranda ni la Policía de El Hatillo tienen mayor
presencia, mientras la droga le gana el juego a la juventud en una zona donde
no existen mayores oportunidades de formación, empleo, esparcimiento o buen uso
del tiempo libre.
Gustavo
alude al tema de la partidización como algo que “perjudica mucho” a la
comunidad. No el hecho de que existan
partidos, sino la dinámica que surge cuando los dirigentes ponen el querer
figurar, o “protagonizar”, como él mismo lo define, por encima de las
soluciones y las propuestas concretas.
No hay, a escasos kilómetros de la Capital, los servicios más básicos, y
la partidización, o más específicamente los conflictos que surgen a partir de
la partidización, se han constituido en un obstáculo para que lleguen esos
servicios.
Creemos
justo reconocer, en medio de este estado de abandono en el que viven los
ciudadanos de las zonas rurales, la presencia de mujeres y hombres que trabajan
en lo público y desde lo público. Sorprende
que en algunas zonas de Turgua pasa el aseo urbano, prestado por la alcaldía,
que también proporciona la cisterna. El
ambulatorio cuenta con un médico cubano.
Cuando decimos que no llega el Estado no queremos despachar ni minimizar
estos esfuerzos, sino señalar su insuficiencia.
¿Qué hace
falta para cambiar esto? Es una pregunta que le hacemos directamente a
Gustavo. Responde completando el
diagnóstico: “Somos la otra cara de Venezuela.
La gente que necesita, la gente que no tiene, la gente que pasa
trabajo”. Continúa relatando las
carencias: de transporte público, seguridad, escuelas mal dotadas, ausencia de
comedores, Mercales que no abren, hogares de cuidado diario que hacen falta, y
concluye que se debe “a la misma parte política”, con lo que quiere referirse a
la conflictividad. Aterriza en los
retos, en lo que hace falta para cambiar y se centra en la unión entre los
vecinos y en la imperiosa necesidad de consolidar una mayor organización. Están las leyes que promueven la
participación, los consejos comunales, “pero no se lleva a cabo”. Las soluciones a los problemas de su
comunidad siempre han venido desde la misma comunidad, por eso su foco está
allí, en fortalecer el músculo comunitario, el vínculo social primario,
directo. Quizás es tanto el abandono que
ya siente al Estado lejos, al gobierno en otro plan que no es el de brindar
servicios. O tal vez la experiencia le
ha enseñado que la democracia se consolida desde abajo y las reivindicaciones
se logran con espíritu gregario y reclamo colectivo.
Al drama
de un Estado ausente, de una conflictividad política que obstaculiza la
gestiones de gobierno, de una ruralidad sin mayores dolientes en las instancias
de poder y de una población que está al margen de todo lo hemos llamado
Parmana, Turgua, Zona Rural. Pero
podríamos llamarlo de mil maneras, a partir de mil realidades análogas a lo
largo y ancho del país. Comunidades que
carecen de lo más básico en pleno siglo XXI, ante un gobierno cuyas prioridades
están en otro lado. Coincidimos con
Gustavo en que el progreso está en la fuerza de la gente, en su capacidad de
organizarse y reclamar lo que le corresponde, en la verdadera democratización
de lo público y en una transformación que permita redirigir el esfuerzo estatal
hacia la solución mancomunada de los problemas.
Urge recuperar lo público para la gente, democratizarlo, modernizarlo,
despojarlo de sus lógicas perversas, porque aún hay personas que viven como
hace dos siglos allá, donde no llega el Estado.
@danielfermin
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