Cuatro mil seiscientos ochenta venezolanos perdieron la vida en los primeros cuatro meses del año. La gravedad de este hecho contrasta, dolorosamente, con la normalidad con la que hemos asumido cada una de esas 4.680 muertes bajo el frío anonimato de las estadísticas. Después de todo, estos cuatro números arrejuntados apenas vienen a engordar la lista de más de doscientos mil homicidios que, en quince años, manchan de sangre las manos de la revolución.
La violencia no extraña porque se hizo cotidiana y, peor aún, epidémica. En promedio, treinta y nueve personas son asesinadas cada día en el país. Allí entran jóvenes deportistas, estudiantes, trabajadores, amas de casa. También turistas, artistas y, en lo que va de año, 44 funcionarios policiales, tan sólo en el área metropolitana de Caracas. El homicidio del presidente del Concejo Municipal de Caracas dejó claro, asimismo, que nadie está a salvo.
El problema nos afecta a todos, pero no a todos por igual. Nuestros jóvenes, especialmente los que viven en los sectores populares, son las principales víctimas. La esperanza de vida se encuentra socialmente estratificada. Como comentaba Luis Vicente León recientemente en El Universal, un joven de una barriada caraqueña tiene una esperanza de vida diez años menor que uno de una urbanización. Todo esto ocurre bajo la estafa de un discurso oficial que dice promover la igualdad. La evidencia sugiere que, de cerrarse esa brecha, estaría cerrándose hacia abajo. La igualdad ante la muerte.
En Venezuela hoy reina el miedo, el dolor, el encierro y la desesperanza ante un gobierno que, lejos de combatir la violencia, promueve el odio y justifica el delito. Las esperanzas de las víctimas y de todos los ciudadanos se desvanecen cuando el gobierno, abrazado a los delincuentes en cadena nacional, nos dice que "el hampa quiere cambiar" y que no hay malandros sino "bienandros", cuando nos explica que no hay crimen sino sensación de inseguridad sembrada por los medios y cuando plantean, con el cinismo del caso, que la epidemia de violencia no es sino conspiración del imperio.
La impunidad es total. 21 planes de seguridad han fracasado, se quedan en puro show. Con ese fracaso viene la pérdida de ciudadanía y de los derechos, la desaparición de la institucionalidad. No hay voluntad política para enfrentar el problema. Es la ley del más fuerte, del guapetón de barrio, del azote de turno. Es el sálvese quien pueda.
El carácter epidémico de la violencia hace patente la urgencia del cambio. Ese cambio debe, necesariamente, pasar por que el gobierno reconozca el problema. El pueblo, aterrado, lo reclama, como indican todos los estudios de opinión. De ese reconocimiento deben partir acciones concretas en todos los frentes. Implica transformaciones profundas de la Fiscalía, los tribunales, los cuerpos de seguridad y el sistema penitenciario, así como del sistema educativo y de las políticas económicas y de generación de empleo. Se trata, también, de promover la convivencia, la tolerancia y la resolución pacífica de los conflictos.
Las 25 mil personas que cayeron el año pasado a manos del hampa y los casi 5 mil que van este año deben dolernos profundamente y motivarnos a buscar soluciones y un cambio radical de rumbo a una Venezuela que se acostumbró a la violencia. Frente a la muerte, la vida. Frente a la impunidad, la justicia. Frente al miedo, la esperanza de construir un país distinto en el que cada vida es valiosa y cada vida es necesaria.
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